sábado, 13 de septiembre de 2008

F. CASTRO ANALIZA EN EL LIBRO "EL REY DE LOS BURDELES" LA RELACION ENTRE UN NOMBRE PROPIO DE LA HISTORIA DEL ARTE COMO PICASSO Y LA PROSTITUCION



La pintura murió en 1907. Al menos así lo certificó Matisse cuando asistió, junto un pequeño grupo de amigos, al descubrimiento del cuadro Las señoritas de Avignon, que Picasso acababa de terminar en París. La representación de aquellas cinco figuras femeninas grotescas, exponentes de una sensualidad que nadie ha sabido explicar en su profundidad todavía, fue rechazada de plano en su época (Leo Stein la consideró "una enorme estupidez" y Derain vaticinó el suicidio del autor), pero abrió una brecha en la Historia del Arte de la que todavía se alimentan muchos críticos. En ella apareció reflejado el mundo de la prostitución, un tabú alimentado en burdeles decadentes que Picasso conoció bien. La relación entre ambos ha quedado plasmada en el libro del profesor y crítico Fernando Castro Flórez Picasso. El rey de los burdeles, que acaba de publicar Abada.

Pocas dudas quedan acerca del conocimiento que Picasso adquirió sobre la prostitución. Las escenas ambientadas en burdeles inspiraron no sólo Las señoritas de Avignon, sino otras obras como el grabado El harén (1905). El mismo Castro Flórez recuerda que el malagueño se negaba a trasladar al lienzo nada que no le tocara de cerca, y que por ello siempre escogió como modelos a sus mujeres y familiares, nunca a personas desconocidas. En El rey de los burdeles, un breve pero completo estudio crítico, el autor vincula en Picasso la prostitución a una experiencia aterradora por cuanto abre una puerta a un abismo desconocido. Su visión es diametralmente opuesta a la de Toulouse-Lautrec, quien retrató a las fulanas desde cierto afán costumbrista. Para Castro Flórez, "el burdel infunde no sólo los deseos turbulentos, sino un pánico casi innombrable. Picasso conocía de sobra la inmensa tensión que vive el hombre en la casa de citas, cuando comprueba que su cacería sexual le convierte a él mismo en pieza, cuerpo frágil que puede ser fácilmente despedazado".

Por ello, si bien el artista había mostrado desde el principio en su obra una singular preocupación por los excluidos, "en Las señoritas de Avignon las mujeres desnudas tienen una actitud desafiante, como si hubieran conseguido transformar su marginalidad en una potencia capaz de socavar la mirada meramente compasiva". Saben que, para el que paga, la mezcla de obscenidad y sentimiento de culpa es un cóctel explosivo. Castro Flórez lo ejemplifica con la experiencia traumática que supuso para Nietzsche la visita a un burdel. "Acaso el artista malagueño pensaba que él era el único capaz de aguantar el temblor de tierra de las putas, contemplando, con los ojos descomunalmente abiertos, cuerpos que más que el placer parecían prometer la muerte", apunta el autor.

El poeta Guillaume Apollinaire, íntimo amigo de Picasso, fue el primero en apreciar esta hondura y bautizó el cuadro con el título El burdel filosófico. Fue André Salmon quien lo llamo Les demoiselles de Avinyó, en referencia a la calle de Barcelona famosa entonces por sus prostíbulos, aunque la similitud fonética según la pronunciación francesa con la villa de Avignon hizo que se popularizara el título con el que la obra pasaría a la posteridad en 1916, cuando fue expuesta por primera vez. Existe un dato revelador del que Castro Flórez ofrece jugosos detalles: durante el proceso de composición de la pieza, Picasso barajó la posibilidad de incluir en el cuadro dos figuras masculinas: un marinero (personaje típicamente vinculado a los burdeles de nula reputación) y un estudiante de Medicina que entraba por la izquierda con un cráneo en la mano (como elemento destinado a introducir la prefiguración de la muerte directamente en la escena). Pero, finalmente, esa presencia varonil sufrió un desplazamiento radical: "Ese cuadro lleno de torsiones es una vanitas en la que la figura masculina ha sido excluida; su sitio es, ahora, el del espectador, el del individuo que entra en el burdel y siente miedo". Esas mujeres absolutamente libres, contenedoras de una divinidad antigua, para cuya génesis echó mano Picasso tanto del arte tribal africano como de El Greco, Cézanne e Ingres, interrogan directamente a quien las mira. Ellas son la Esfinge. Edipo, el negro corazón humano.

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