lunes, 26 de enero de 2009

GUSTAZO PARA LOS AFICIONADOS A LA HISTORIA DEL ARTE:FRANCIS BACON EN EL MUSEO DEL PRADO

Francis Bacon era un esteta que se purificaba a través del horror. Dueño de un lenguaje conmocionado que tenía su caladero en el exceso, en todo aquello que de brutal tiene el hombre: amor, sexo, alcohol... Vivía dentro de un romance de lobos. Y desde ahí se aupó hasta la cima de la pintura, de su pintura, que tiene mucho de visceral y de secreto.

"Si se piensa que mis obras son violentas es que no se ha pensado previamente en la vida... No llego a ser tan violento como la propia vida", decía Bacon cuando le preguntaban por el desconcierto que desataban sus cuadros. Vivía en el límite mismo, en la región más transparente del vértigo. Se construía y se destruía a cada hora, al tiempo que su obra se iba haciendo imprescindible para entender de algún modo uno de los cauces del arte del siglo XX, aquel que tiene su impulso también en la herencia de los grandes maestros.

Ese diálogo entre Bacon y la tradición existe, es real. La Tate Britain de Londres lo exploró hace unos meses en una gran retrospectiva. Y ahora es el Museo del Prado el que profundiza en el rastro que hay de los clásicos en la forma de hacer de Francis Bacon. La exposición, de la que es comisaria Manuela Mena, quedará abierta al público del próximo 3 de febrero al 19 de abril, acoge unas 70 pinturas —entre las que destacan 16 de los trípticos más importantes realizados por el artista— y un conjunto de documentos que dan cuenta de la alargada y extravagante figura del más insigne sacerdote del Colony Room, un oscuro tugurio del Soho londinense, catedral minúscula para una parroquia de deudores del extravío, donde confraternizaba con macarras y balarrasas.

Al lado de los grandes maestros

Bacon estará solo en el Prado. Restringido a sí mismo, ocupando dos de los espacios de la ampliación del museo. "Su trabajo se podrá contemplar con toda su intensidad y aunque no vayamos a tener junto a sus piezas ninguna de los maestros que él admiró, están ahí al lado", subraya Manuela Mena.

Bacon pasó muchas horas aquí. Entre Goya y Velázquez halló algunas de sus más vivas alucinaciones, motivos para ese mundo inmenso originado por él. En Madrid apuró el último compás de la vida. Entre los cócteles que sirven en el Cock y los paseos anónimos. Entre fiestas privadas y amantes iguales. Siempre en compañía de algún novio callado. Quizá cansado ya de jugar a la ruleta con la calderilla de tantos cuerpos agrios. "Sobre todo me emociona la belleza de los hombres, como a Miguel Ángel", le gustaba decir. Era insaciable. Conocía bien el placer del dolor y la excitación de los extremos.

Murió en la clínica Ruber de Madrid en abril de 1992. Habitación 417. Tenía 82 años. Tan sólo le acompañaba una monja, la hermana Mercedes. Paradójico cortejo para un ateo sin fisuras. Del tiempo que pasó en Madrid se sabe poco, anécdotas deslavazadas que tienen su centro en la galería Marlborough y en uno de sus últimos amantes, José, un joven ingeniero dedicado al mundo de las finanzas al que conoció en Londres en la década de los 80.

Amante de su propia intimidad

El resto son retales en la memoria de otros. Francis Bacon era un ser privado. De sus comienzos se sabe poco. No quedan dibujos de los años primeros. Ni telas, ni nada. Aquel material iniciático quedó disperso, olvidado, echado a perder. Empezó diseñando muebles en Londres, en los primeros años 30. El pintor australiano Roy de Maistre lo empujó hacia la pintura. Entró y salió de ella. Golfeó. Aprendió que la mejor hora para su genio era cuando la resaca, muy de mañana, después de pulirse varias botellas de ginebra o de champán —marca Krug—, bien mojada su dilatadísima leyenda de bebedor. Ése era el momento propicio para trabajar. Siempre solo. "Si no pintara habría sido un delincuente", comentaba. Le tentaban los bordes del Código Penal.

Sus telas, de algún modo, son un aquelarre de daños, un largo festín de desamparos: "El desamparo que le recorre de principio a fin. Quizá le venía de la infancia, un tiempo en el que no encontró demasiado apoyo. Le 'echaron' de casa siendo casi un niño. A los 17 años. Su padre lo envió a Berlín con un amigo de la familia, criador de caballos pura sangre", explica Manuela Mena. "Ese tipo era una bestia que parece que llegó a violarlo. De aquella experiencia se recupera, pero le queda esa íntima fragilidad que uno encuentra en su obra. En la exposición del Prado vamos a ver también la ternura, la fragilidad, la nostalgia de un hombre ante sus amantes muertos...".

Salvaje retrato del hombre contemporáneo

Bacon es poco dado a las confesiones. Pero deja huella de su biografía en los zarpazos que asesta a la tela. El filósofo francés Gilles Deleuze advirtió que sus figuras representan con acierto feroz al hombre del siglo XX. La mancha monstruosa, la carne violentada, dos seres que se rozan y arden luego, el autorretrato salvaje, el retrato caníbal que palpita en una cierta lejanía... "Tenía un concepto muy severo de sí mismo, como Velázquez, como Goya...", subraya la comisaria. "Para ver de qué modo dialoga Bacon con los clásicos hay que abstraerse de lo particular y centrarse en lo universal".

­— ¿Es ahí donde se detecta su homenaje a todos ellos?

— En el caso de Bacon no podemos decir que sean exactamente homenajes. Él se aprovecha de las obras que admira y directamente roba a los maestros. Aunque no vive del saqueo, sino de la transformación del botín. Por ejemplo, en gran parte de su obra hay un concepto del espacio muy ordenado que recuerda al de Boticelli.

"Cuando miro una pintura que me entusiasma ésta me devuelve a la realidad de manera más violenta", afirmaba. Bacon era una mezcla de ferocidad y fuga, la versión palpitante de esos rostros descarnados que sobrecogen en sus cuadros, para los que requería a amigos y amantes a los que escaneaba con el fuego de su ojo abrasado, a los que pinta como si se lanzara sobre ellos, con desdén, con furia, con pasión, con miedo.

El mejor pintor de Inglaterra

Un día de 1950, Lucian Freud preguntó a Graham Shuterland quién era el mejor pintor de Inglaterra. Y éste le contestó: "Oh, alguien de quien seguro no has oído hablar nunca. Es un hombre extraordinario. Dedica su tiempo a jugar en Montecarlo y, de vez en cuando, regresa. Si pinta un cuadro, normalmente lo destruye". Ése era Francis Bacon.

Es quizá el más 'punk' de los pintores británicos del siglo XX. El más enérgico en su protesta. El más extremado. Rechazó todos los honores. No quiso ser Lord, ni Sir Francis. "Eso te acordona y te separa de la existencia verdadera".

Prefirió la rampa del azar frente a la del protocolo. "Lo que sucede después de la imaginación es técnica", afirmaba. En su obra está el accidente de la sorpresa, el chafarrinón de la náusea. Todo aquello que nace de donde nadie sabe bajo la luz ahorcada de la resaca, repentino y derrotado. Y así, como una gran aventura terrible, van a colgar sus obras en el Museo del Prado. Extrañamente cómplices, hoy clásicas, siempre radicales.

El taller, ese espejo

A su pesar, Francis Bacon alcanzó un eco público que rozó por momentos la fascinación de algunos de los muchos satélites que orbitan en el mundo del arte. Y eso le molestaba profundamente. Escogió a sus amigos con la misma heterodoxia que empleó para vivir y para organizar su mundo. Su estudio era el mejor espejo de ese caos. "Su genio, pienso, residía en una intuición animal", explica Elena Foster, que desde su editorial Ivory Press creó 'Detritus', una maleta facsimilar que reunía los enseres más íntimos del artista. "Del taller recuerdo cada detalle, el horno abierto de la cocina (que era su única calefacción en el invierno), los apuntes en un diario colgado en la pared, el estudio en el que entramos lleno de cajas de champán vacías, recortes de periódico, lienzos no terminados, otros con agujeros porque había recortado algunas partes que imagino no le gustaban... Tenía la certeza que esta vida es una experiencia terminal".

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