sábado, 1 de noviembre de 2008

SE CUMPLE EL PRIMER CENTENARIO DE JORGE OTEIZA

Situado entre dos mundos, el de una modernidad dominada por el idealismo de Clement Greenberg y el del arte de campo expandido de los años sesenta y setenta, Jorge Oteiza no ha tenido fuera de nuestro país el reconocimiento que debería, a pesar de esfuerzos loables como supuso, por ejemplo, su presencia en la última Documenta. La figura de Oteiza no cuadra en los parámetros oficiales, que constituyen esa historia lineal y ortodoxa del arte moderno que tan bien conocemos. Su etapa de formación no pasa ni por París ni por Nueva York, consideradas como las capitales del arte del momento, sino por Latinoamérica. Sabido es que de 1935 a 1948 estuvo viajando, aprendiendo e impartiendo clases por diversos países suramericanos, como Argentina, Chile, Colombia, Ecuador o Perú.

La modernidad latinoamericana vivió los años cuarenta y cincuenta con preocupaciones poéticas propias. A diferencia de los movimientos que se produjeron en Norteamérica o Europa, no existía allí una burguesía nacional que tuviese que defender un arte oficial ni otra que quisiera robar la idea del arte moderno. Se desarrolló, por el contrario, un arte interesado en la geometría y los campos de fuerza. En sus mejores representantes, esta abstracción no remitía a formas ideales de carácter platónico, sino a una comprensión fenomenológica del mundo. No tenía nada que ver con el existencialismo ni con el informalismo, que no podían alcanzar una representación plena del vacío y la nada porque éstos adquirían a menudo una dimensión expresiva o figurativa. Buscaba la experiencia fáctica de la vida, una mirada que no se hiciese visible de un modo inmediato en la representación sensible, sino desvelando lo invisible en las situaciones concretas de la existencia humana.

Así, la obra de Oteiza se mueve entre un análisis sistemático y constante de las formas y una urgencia por volver a lo primitivo, a aquello que nos devuelve al ritual y al mito. No anhela la perfección del canon sino su análisis, como podemos ver en la experimentación exhaustiva que llevó a cabo en su famoso laboratorio de tizas, por sí solo uno de los hitos de nuestro arte más reciente. Tampoco estamos ante un artista en busca de una sociedad pre-lingüística, a-culturada y primigenia. Al contrario, Oteiza es consciente de la imposibilidad de escapar al lenguaje, y entiende como pocos la relación esencial entre lenguaje y muerte: el hombre es mortal a la vez que hablante, es consciente de la muerte porque desarrolla una cultura.

Ésta es la paradoja de Oteiza, que se mueve constantemente entre la afirmación y la destrucción. Una contradicción que supo encarnar como nadie, no sólo a través de sus esculturas, sino también en sus escritos y aun en su presencia vital, como intelectual y activista.

Su propuesta coincide con la de aquellos autores que, en un mundo en el que la capacidad del sistema por cancelar cualquier atisbo de crítica parecía, como hoy, inconmensurable, se separaron de la producción artística tradicional por considerarla periclitada o condenada al ensimismamiento. No nos sorprende que en 1959, después de más de una década de haber alcanzado las cimas de la creatividad, Oteiza decidiese concluir su práctica como escultor, para dedicarse a la escritura y ejercer su posición como intelectual. Si hay un personaje en el que obra y persona son inseparables, ése es Oteiza. Entendió que la escultura no se limitaba a cuestiones formales, sino que implicaba una forma de entender el mundo y el papel que el arte juega en éste.

La muerte artística de Oteiza es como la de los místicos, una muerte moral de la que se vuelve con renovada energía, en una vida nueva. ¿Por qué empeñarnos, pues, en devolverlo a la vida? El silencio de Oteiza debe ser interpretado no como algo excepcional, sino como un método de trabajo. Quiere desnudar al yo creador de las características o atributos personales, que le impiden afirmar su ser. No es una tendencia irracional. Es la eliminación de lo superfluo que se da en la obra y en el propio artista.

Este misticismo tiene incluso más sentido en la actualidad que en su momento. En un tiempo de marcas, de especulación, de asimilación fácil, el arte de Oteiza se sostiene sobre el vacío de la realidad que quiere describir. Lo único abstracto es la nada, el resto es figurativo. Es seguramente hacia ese silencio al que nos deberíamos dirigir en el contexto de la reivindicación obsesivamente formalista que ha sufrido Oteiza por parte de no pocos artistas en las últimas décadas; porque sólo a través del silencio podemos escuchar el mensaje de uno de nuestros artistas más radicales.

No hay comentarios: