jueves, 11 de junio de 2009

UNA EXPOSICION DE PATRIMONIO NACIONAL MUESTRA LAS GRANDEZAS DE LAS PIEZAS RECOPILADAS POR CARLOS IV

El visitante que acude al Palacio Real de Madrid a contemplar la exposición Carlos IV. Mecenas y coleccionista, experimenta en sus sentidos percepciones potentemente evocadores de una época fenecida -el tránsito del siglo XVIII al XIX- bien que, por la magnificencia de las creaciones artísticas expuestas al público, pareciera revivir allí en todo su esplendor. Artífice de tal fasto fue Carlos Antonio de Borbón, rey de España entre 1788 y 1808 y príncipe de Asturias durante las dos décadas previas.

Once salas dan cuenta de la excelencia de sus ajuares, seleccionados por el príncipe y luego monarca con un despliegue de obras de arte que requeriría muchas horas de estadía ante cada una de ellas. La exposición, surtida de piezas procedentes del acerbo de Patrimonio Nacional, Museo del Prado, Museo Arqueológico Nacional y algunas colecciones privadas, ha sido comisariada por Javier Jordán de Urríes y José Luis Sancho.

El recreo sensorial halla múltiples estímulos. De una bruñida silla de manos de la reina María Luisa de Parma, el olfato recibe el aroma hondo de la caoba de una madera cuyas irisaciones embrujan también la mirada, atraída además por el destello de sedas diseñadas por Muñoz de Ugena o por la pedrería incrustada en un dosel imperial de color verde suave y cuatro metros de altura, empleado en comparecencias públicas por la reina.

La vista goza asimismo al comprobar la pureza cromática de El Quitasol y La feria de Madrid, dos de los más célebres tapices confeccionados con sendos cartones de Francisco de Goya, o la de una serie de bellísimos cuadritos de un políptico del maestro Juan de Flandes, que perteneció a Isabel de Castilla y que el monarca nacido en Nápoles en 1749, Carlos Antonio de Borbón -hijo de Carlos III-, incorporó a su ornato más cercano. La evocación se enriquece igualmente ante lienzos como el Martirio de San Andrés, de Bartolomé Esteban Murillo (hacia 1680), más bodegones del impar Luis Meléndez o retratos reales cuajados de maestría surgidos de los pinceles de Antón Rafael Mengs, cuyo academicismo le situó en el más alto rango de la pintura neoclásica europea de su tiempo, el último tercio del siglo XVIII.

El sentido del oído evoca sus mejores timbres ante un violín de Antonio Stradivari, hecho en Cremona en 1709, adquirido en un quinteto de estos bellísimos instrumentos por orden del joven príncipe y que hoy, como conjunto único en el mundo, atesora el Palacio Real de Madrid.

De la intimidad devocional del monarca da cuenta un oratorio portátil que exhibe su retablo pintado por Francisco Bayeu, su talla en madera por el ebanista José López y su bordado, recamado en oro, obra de la diestra aguja de Manuel López de Robredo.

Estos ajuares sensorialmente tan gratos fueron encargados o adquiridos por Carlos Antonio de Borbón, hijo de la alemana María Amalia de Sajonia y de Carlos VII de Nápoles, luego III de España. Bondadoso y diligente, Carlos IV accedió al trono por la discapacidad mental del primogénito de sus hermanos, el príncipe Felipe Pascual.

Su infancia, de la que da cuenta la primera sala de la exposición, discurrió en la luminosa Italia meridional hasta la edad de diez años -fecha de su traslado a España-donde se perfilaría una sensibilidad artística que llegaría a convertirle en el más acreditado de los monarcas-mecenas europeos de su época, protector de las bellas artes y, sobre todo, impulsor y recolector de la ornamentación áulica.

La curiosidad infantil le había aproximado a los talleres que en Capodimonte y en Caserta proveían los sistemas de adornos suntuarios de los palazzos reales. Ya en la adolescencia, sus aficiones por la relojería y la ebanistería le harían instalarse gabinetes propios en Madrid y trasladar sus encargos allá donde consumía la mayor parte de su tiempo como príncipe heredero: las llamadas Casitas de los Reales Sitios de Aranjuez, San Lorenzo de El Escorial y, sobre todo, El Pardo, recién restaurada yabierta al público por Patrimonio Nacional en una actuación de envergadura.

Como príncipe de Asturias, el heredero de Carlos III pasaría 20 años a la espera de un trono que ocuparía entre 1778 y 1808, una de las etapas más densas de la historia de España, de cuya dramaticidad quien sería conocido como El rey relojero no acabaría de percatarse plenamente, a tenor de su abducción política y militar primero por su valido -y presumible amante- Manuel Godoy y luego por Napoleón Bonaparte.

De las aficiones ornamentales de Carlos IV participó María Luisa de Parma, desde cuando ambos eran príncipes de Asturias, algunos de cuyos mejores retratos la exposición muestra. Por cierto, su faz desdentada así retratada por Goya no implicaba en la época signo de decrepitud, como se ha interpretado; más bien era expresión de plenitud femenina. Y ello habida cuenta de que la falta de dientes en las mujeres se consideraba entonces muestra de maternal y prolífico vientre. Era el caso: se sabe que María Luisa tuvo hasta 24 embarazos.

Carlos IV encargó y reunió extraordinarias colecciones de relojes, pinturas, muebles, cerámicas y marfiles, que esparció con suntuoso concepto y atinada largueza por El Pardo y San Lorenzo y Aranjuez, ahora reunidos. Por ello, el gozo de los sentidos acompaña al visitante a través de las once salas donde tantos tesoros se exhiben y cobran su plenitud en un ubérrimo dessert de varios metros de longitud que recrea en miniatura el Foro romano. Esculpido en mármol, con bronces y piedras duras, destella una armonía de proporciones, disposición y policromía digna de duradero recuerdo y expresión del sublime buen gusto de un monarca cuya sensibilidad, desafortunadamente, no encontró parangón político al haber sido su vocación más la de un apacible mecenas burgués que la de rex de un imperio, todavía, universal.

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